Del despótico mediodía de la Revelación pasé al fresco crepúsculo nocturno del Pensamiento Elevado, donde nada había que obedecer, nada que creer excepto lo que reconfortaba o era emocionante.
Como a todos, me habían dicho de niño que uno no sólo debe decir sus oraciones, sino también pensar en lo que esta diciendo. Por consiguiente, cuando (donde Oldie) despertó en mí la fe, traté de poner eso en practica. Al comienzo pareció ir viento en popa. Pero pronto la falsa conciencia (la "ley" de que habla San Pablo, la "charlatana" en Herbert) entró en juego. Todavía no había llegado uno al "amen" cuando susurraba: "Sí. Pero ¿estás seguro de que estabas realmente pensando en lo que dijiste?"; después de modo mas sutil: "Por ejemplo, ¿estabas pensando en ello tan bien como lo hiciste anoche?" La respuesta, por razones que en ese entonces no comprendía, era casi siempre No. "Muy bien" decía la voz, "¿no sería mejor, entonces, que lo intentaras de nuevo?" Y uno obedecía; pero, por supuesto, sin seguridad alguna de que el segundo intento fuera a ser en absoluto mejor.
En medio de un millar de tales religiones se encontraba la nuestra, la mil uno, etiquetada como Verdadera. Pero, ¿sobre qué base podía yo creer en esta excepción? Obviamente era, en sentido general la misma clase de cosa que el resto de las religiones. ¿Por qué recibía un tratamiento tan diferente? ¿Debía yo, en todo caso, seguirla tratando de manera diferente? Tenía muchos deseos de no hacerlo.
C.S. Lewis; Sorprendido por la alegría, el perfil de mis primeros años; Editorial Andres Bello, 1994 (Traducción Paulina Matta).
No hay comentarios.:
Publicar un comentario